"Creer es más fácil que pensar.
He ahí la razón de
que haya más creyentes” (Anónimo)
Las cifras son bastante
significativas: según una encuesta del Centro de Investigaciones
Sociológicas (CIS) realizada en mayo de 2008[1], el 75% de los españoles se declaran católicos, mientras
que los no creyentes y ateos sumamos un 21,6%. De ese porcentaje de católicos
(un gran número superan los 65 años), un 56,7% casi nunca asiste a misa y sólo
el 1,8% lo hace varias veces a la semana. Es evidente, pues, que el número de
creyentes ha disminuido considerablemente en las últimas décadas, lo mismo que
su participación en actos religiosos. A su vez, aumenta el número de agnósticos
y ateos. Incluso hay muchas personas que deciden darse de baja de la Iglesia,
reclamando que se anulen sus datos de los registros bautismales. Son los llamado
apóstatas. Desde 2006, la Agencia Española de Protección de Datos
(AEPD) ha recibido más de un millar de peticiones por derecho de cancelación de
datos en los libros de bautismo de la Iglesia, ya que dicha institución de poder
se niega o pone serias trabas a la hora de tramitar el proceso (me consta por
experiencia), a pesar de que los miles de interesados que hemos decidido
apostatar voluntariamente estamos amparados por la Ley Orgánica 15/1999 de
Protección de Datos de Carácter Personal[2].
La Iglesia reconoce que atraviesa uno de sus
momentos más críticos -por su mermada credibilidad pública- y sabe que, aunque
mucha gente sigue bautizando a sus hijos, lo hacen más bien por tradición, no
por sincera devoción. Es obvio que muchos de esos bautizados, cuando llegan a su
edad adulta -prácticamente con la misma escasa información religiosa adquirida
durante la infancia-, optan por dejar de lado sus deberes como católicos. Y la
Biblia termina expuesta en un mueble como mero adorno. ¿A qué se debe esta
situación? ¿Por qué las convicciones religiosas, al menos en occidente, están en
constante retroceso? ¿Qué provoca que el número de apóstatas se haya disparado
en los últimos años?... Es evidente que el negocio montado por los mercaderes
del Vaticano está en declive y por eso salen ahora al escenario asustando al
personal con la existencia del infierno eterno[3] y con nuevos pecados capitales que se han sacado de la
manga. Esos pastores de almas -traficantes, mejor dicho-, suponen que con tan
“atrayente” oferta conseguirán aumentar la clientela. Siempre fueron muy listos,
pero últimamente dejan mucho que desear. En este período crepuscular de la
Iglesia, el rebaño lo componen unos cuántos fieles que comparten una
imperdonable incultura científica y una incomprensible credulidad a prueba de
argumentos racionalistas. Y así les va…
La fe siempre fue refugio de aquellos que quieren evitar por todos
los medios enfrentarse a la cruda realidad: nuestra finitud. Es preferible
imaginar ficticios mundos metafísicos a los que iremos tras la muerte. Con esa
ilusoria esperanza, la vida en este valle de lágrimas se hace más llevadera.
“La promesa del cielo, donde un Dios infinito cumplirá todos nuestros
anhelos finitos, se convierte en un mecanismo que nos persuade para resignarnos
a nuestras limitaciones y padecimientos sin buscarles remedio radical”[4], afirma el filósofo Fernando Savater. Pero las supuestas
verdades reveladas -esas mismas que muchas veces potencian los más exacerbados
fundamentalismos- no descansan sobre ninguna evidencia verificable. Al
contrario, se basan en postulados imaginarios cuyo principal fin es reducir la
angustia que nos produce la muerte. En el fondo, la fe sirve de consuelo y no se
diferencia de otras supersticiones. El miedo, decía el filósofo Spinoza, hace
que el hombre sea supersticioso. Lo mismo es portar un crucifico que un amuleto,
seguir al papa o a un gurú “new age”. La fe religiosa y las creencias esotéricas
cumplen la misma función: ofrecer protección. “Tanto la charlatanería
espiritista o esotérica como la verborrea clerical están unidas por hilos
invisibles de tácitas complicidades (…) Curas y gurúes se disputan las extensas
clientelas de una humanidad que sigue dejándose esquilar como rebaño
dócil”, apunta Gonzalo Puente Ojea[5].
Así es, la fe religiosa también pertenece al universo de lo
irracional y proviene del pensamiento mágico, contrario a la lógica y a la
evidencia. De entrada, la fe se opone al conocimiento. Es más: lo condena, como
vemos en el Génesis bíblico. Que la fe sea compartida por millones de personas
no convierte en verdaderos los postulados que defiende, como son la existencia
del alma o la vida post-mortem. En otras épocas se tenía fe en Odin, Zeus,
Osiris o Mitra. ¿Alguien sigue creyendo en tales dioses? Los eclipses,
terremotos y tornados eran interpretados por nuestros perplejos antepasados como
hechos de naturaleza sobrenatural. Igual que la epilepsia, la catalepsia y los
sueños lúcidos. ¿Qué ha quedado de aquellas creencias que tan infantiles nos
resultan hoy? ¿Serán consideradas infantiles en un futuro las creencias que hoy
aceptamos con total naturalidad?... No olvidemos que los dioses se reinventan
cada cierto tiempo, pero todos comparten aquello que aspiramos: inmortalidad,
infinitud, perfección, sabiduría… Dios como proyección del hombre. “Los
dioses son los deseos del hombre personificados, corporeizados,
realizados”, aseguraba Ludwig Feuerbach[6]. Hoy, siguen ocurriendo hechos atribuidos a causas
sobrenaturales, como las curaciones que acontecen en Lourdes, por citar un
ejemplo. ¿Quedará algo de estas creencias cuando se establezcan con precisión
los procesos naturales que desencadenan esas curaciones
espontáneas?...
EFECTOS DAÑINOS DE LA FE
Desde
Nietzsche muchos ateos han anunciado la muerte de Dios -aunque ya había sido
proclamada mucho antes por Descartes-. Pero las ficciones no mueren. Se
transforman y se hacen eternas. Puede reducirse el apego a las mismas -como
sucede hoy por estos lares-, conforme el conocimiento científico avanza y la
sociedad se seculariza, volviéndose algo más crítica y reflexiva, alejándose de
la sumisión y obediencia que siempre han reclamado los líderes religiosos como
aval para garantizar la salvación de las almas (más bien, el dominio sobre
ellas). Las religiones han sido inventadas por el hombre, no por ningún agente
sobrenatural. Si así fuera, las pruebas serían abrumadoras y los efectos no
serían los que se han visto a lo largo de la historia. Las religiones, a causa
de sus teocracias autoritarias, han proporcionado al final más dolor y muerte
que consuelo y felicidad. La presunta moral católica -tan propagada por la
reaccionaria Conferencia Episcopal Española- es la mayor hipocresía que
jamás haya existido. La mujer ha sido, desde el misógino Pablo de Tarso, la gran
víctima de esa “sagrada” moral, funesta herencia del sectario monoteísmo judío.
¿Y acaso los mayores abusos, las mayores perversiones, los mayores crímenes y
las más crueles guerras no se cometieron en nombre de Dios?. “La existencia
de Dios ha generado en su nombre muchas más batallas, masacres, conflictos y
guerras en la historia que paz, serenidad, amor al prójimo, perdón de los
pecados o tolerancia. Que yo sepa, los papas, los príncipes, reyes, califas y
emires no se destacaron en su mayoría por ser virtuosos, puesto que ya Moisés,
Pablo y Mahoma sobresalieron, cada un por su parte, en el asesinato, las palizas
o las razzias, como demuestran sus biografías”, señala Michel Onfray, autor
del interesante Tratado de Ateología[7].
Dios no estará muerto, pero sí desprestigiado, desmitificado y
deconstruido, que es mucho peor. La idea de Dios es tan falsa que se derrumba
con un mínimo razonamiento. Dios ya no tiene lugar donde alojarse, salvo allí
donde se dan cita la superstición y la superchería. La teología surge de las
cloacas de lo irracional, no lo olvidemos. Lo que sí ha muerto es imaginarnos a
Dios. Se derrumbó por fin la imagen que construimos de él. Un ídolo falso y
demostradamente ineficaz. El desenmascaramiento de Dios ha hecho que el hombre
pierda también el temor reverencial que le profesaba, sintiéndose más libre en
sus actos, sin tener que rendir cuentas a ninguna potencia celestial. Cuando
comenzamos a dudar es cuando comenzamos a sentirnos libres. Estamos
condicionados desde pequeño a muchas cosas sin poder tener elección. Entre
ellas, la religión. Se nos bautiza recién nacidos ¡mucho antes de aprender a
hablar! La Iglesia siempre ha querido pensar por nosotros, decidir por nosotros,
resolver las dudas por nosotros. Ellos son los pastores y nosotros las ovejas.
Obediencia y sumisión. Jamás se nos educó para pensar y actuar por nosotros
mismos. Hemos de seguir la manada. Si te sales de ella y cuestionas las cosas
que se te inculcaron, ya eres peligroso. Pero el racionalismo -recordemos que
nació con Sócrates- venció a la religión. Lo peligroso era la teología medieval,
no la razón. El conocimiento científico volvió a ocupar el lugar que una vez le
fue arrancado y las falaces interpretaciones extraídas de la Biblia quedaron
arrinconadas de por vida. “La ciencia puede enseñarnos a no buscar ayudas
imaginarias, a no inventar aliados celestiales, sino más bien a hacer con
nuestros esfuerzos que este mundo sea un lugar habitable, en lugar de ser lo que
han hecho de él las iglesias en todos estos siglos”, afirmó el filósofo
Bertrand Russell[8]. De paso, la libertad de conciencia salió victoriosa. Otra
celebrada conquista. Desde entonces, la religión permanece en una constante -y
ya inútil- lucha para recuperar su poderío y mantener a flote una trasnochada
visión metafísica del mundo. “Ante la ausencia de Dios, el mundo recobra
realidad. A veces, en el ateo que ha llegado a serlo muy conscientemente es como
una súbita iluminación: el mundo recién estrena realidad; le parece ver algo que
siempre había tenido delante, pero había desatendido; aprende a asombrarse; el
mundo se le 'aparece' como por primera vez, como 'la' realidad; lo que 'hay' es
el mundo y nada más; el mundo cobra categoría absoluta, es lo que importa, el
supremo valor”[9], escribe Manuel Olasagasti.
Por eso considero que
es preferible afrontar la realidad -por muy dura que sea- que vivir sumido en
vanas e infantiles ilusiones. La religión proporciona una falsa felicidad. La
misma felicidad que ofrece una sustancia psicotrópica. En el fondo, la fe es una
droga que nos han inyectado desde pequeño. Es tremendamente adictiva y no es
nada fácil escapar a su influjo. Por eso todavía hay tantos enganchados a la fe.
Los traficantes de dicha droga se adueñan de la inteligencia y voluntad de los
“fideinómanos” (permítaseme el neologismo). Es un precio muy alto el que hay que
pagar. La fe nos prohíbe dudar y pedir pruebas respecto a las definiciones
dogmáticas. Nos obliga a aceptar argumentos inverosímiles e indemostrables. Si
queremos ser creyentes, hemos de dejar a un lado nuestro raciocinio, nuestro
escepticismo y nuestra capacidad reflexiva. Fe es responder afirmativamente a
todo aquello que nos transmiten quienes se erigen en depositarios de supuestas
verdades reveladas[10]. Las religiones tienen respuestas para todo. ¿Para qué
seguir buscando?... Confieso que más que el silencio de Dios -que tan bien
plasmó en sus películas el genial Ingmar Bergman-, me preocupa el griterío de
las religiones. ¿Acaso tantas cosas tienen que decirnos sobre Dios? ¿De dónde
reciben esa información? Que sepamos Dios no tiene hilo directo con los obispos,
ni con los rabinos, ni con los imanes… Creo que se dicen demasiadas cosas sobre
Dios que sólo sirven para ocultar una cosa: nuestra ignorancia. Todo lo que se
diga sobre Dios no son más que meras fabulaciones inventadas para satisfacer las
necesidades humanas. Pero el creyente no cuestiona nada, e ignora que teología y
mitología van de la mano.
Dios, por tanto, no es más que un recurso imaginario. Se inventó
para dar sentido a la existencia y vencer nuestros miedos. El hombre negoció con
Dios para salvar su alma. Pero finalmente, nos dejamos embaucar y Dios terminó
pisoteándonos (a través de sus representantes, claro). “Nacido en el
interior del hombre, este Dios se pone frente a él como un dominador. El hombre
viene a ser entonces esclavo de su producto. ¡Dios se ha llevado nuestra
dignidad!”, sostiene el psicólogo B. H. Dechesne. Por fortuna, el ateísmo
nos devuelve la libertad, acabando con la enfermiza dependencia que produce
creer en lo sobrenatural, y que tanto daño neuronal ha causado durante milenios.
Dios fue un invento fallido. ¿Asumiremos algún día nuestro error y recuperaremos
la dignidad perdida? ¿o seguiremos manteniendo la venda en los
ojos?...
La fe siempre obstaculizó el avance científico, luchó contra
aquellos razonamientos no avalados por la Biblia y persiguió a quienes
pretendían abrir los ojos del vulgo. La fe siempre necesitó de la ignorancia
para subsistir. Y utilizó instrumentos como la Inquisición para ejercer su
tiranía. De ahí su éxito durante muchísimo tiempo, hasta que en el siglo XVIII
llega la Ilustración[11], trayendo consigo un gran movimiento intelectual por
toda Europa. Se vislumbran horizontes luminosos. El hombre recupera el lugar que
Dios le había usurpado. La fe cede terreno a la razón. Un terreno robado
impunemente a la ciencia, porque la religión -¡qué habilidad ha tenido siempre
para meterse en terrenos que no son de su competencia, como la ciencia, la
sexualidad o la educación!- se ha atrevido a explicar el origen del universo y
de la vida a su manera, pese a que sus argumentos no estén fundamentados en
pruebas contrastables. El obsoleto creacionismo -camuflado hoy en esa falacia
denominada 'diseño inteligente'[12]-, ha sido derrotado por el evolucionismo, con su más que
demostrada selección natural. Y los modelos cosmológicos han dejado en ridículo
los ingenuos argumentos teológicos que sugerían seis mil años de antigüedad al
universo[13]. Es evidente que la cultura siempre se vio empobrecida
por culpa de la fe, lo que motivó siglos de nulo progreso intelectual. Con la
Biblia bastaba. Grandes obras filosóficas y científicas figuraron en el
Índice de libros prohibidos[14], y muchos de sus autores fueron torturados y quemados.
Ese es el amor al prójimo que tanto predicaron los hombres de fe…
Dicho esto, cabe preguntarse: ¿Acaso las religiones han hecho de
este mundo un lugar más habitable?... Es una pregunta que los creyentes pocas
veces se hacen. Por ningún lado vemos que hayan contribuido al bienestar social,
a la unión fraternal de los pueblos o al reparto de la riqueza. Más bien al
contrario: han acarreado desgracias y han dividido a los hombres. Sin la
existencia de las religiones, es muy probable que el hombre hubiese vivido más
pacíficamente y se habría evitado tanto derramamiento de sangre a lo largo de la
historia. “La religión fanatizada se convierte en un peligro para la paz
mundial”, sostiene el prestigioso teólogo Hans Küng[15].
¿Es posible vivir una vida ética sin religión?
Por supuesto. La moral tiene una base biológica, no religiosa[16]. No me fiaría de alguien que sostuviera lo contrario.
Los inquisidores actuaron bajo una moral inspirada en la Biblia. Los terroristas
islámicos actúan bajo una moral inspirada en el Corán. Asimismo, hay creyentes
de “recta moral” que se regocijan cuando surgen guerras y catástrofes. “Todo
esto ya estaba anunciado”, dicen, sin sentir lástima por el sufrimiento
ajeno. Echan mano de profecías bíblicas para demostrarnos que Dios está ahí,
vigilándonos y castigándonos cuando nos lo merecemos. Los infieles han de ir al
infierno. “Es designio de la voluntad divina”, sentencian. Así de cruel
es la moral religiosa, que considera que tenemos un destino predeterminado por
Dios. Un Dios terriblemente vengativo... Por eso, cuando me topo con un creyente
que dice basar su moral en la Biblia, o dudo de su moral o dudo que haya leído
el sagrado tocho. Estoy de acuerdo con el biólogo Richard Dawkins[17] cuando dice que “la Biblia no es el tipo de libro
que uno daría a sus hijos para formar su moral”. Desde las primeras páginas
del Antiguo Testamento hasta las últimas del Nuevo Testamento
nos encontramos con guerras, genocidios, parricidios, fraticidios, torturas,
violaciones, adulterios, xenofobias, traiciones… ¡Actos que muchas veces
contaban con la aquiescencia de Yahvé! Lean, sino, el libro Los pésimos
ejemplos de Dios[18], de Pepe Rodríguez. “En la Biblia -señala-
podemos encontrar, al menos, 4.339 versículos que, asumiendo la forma de leyes
divinas y/o de sucesos promovidos y/o protagonizados por el mismísimo Dios,
resultan totalmente rechazables por su contenido, sentido y ejemplo de conducta
dejado a la posteridad”.
Está comprobado que una sociedad culta es una sociedad menos
crédula. Cuando se maneja información científica, las explicaciones
sobrenaturalistas sobran. Por tanto, las creencias religiosas están ligadas a la
ignorancia. “El que sabe, no puede creer. El que cree, no puede saber. El
término 'fe ciega' es una redundancia, pues la fe es siempre ciega”,
sostiene el antropólogo alemán Ernest Bornemann. Por eso estoy de acuerdo con
Freud en que la religión tiene un trasfondo de neurosis obsesiva. En su ensayo
El porvenir de una ilusión (1927) explica que “la religión sería la
neurosis obsesiva de la colectividad humana, y lo mismo que la del niño,
provendría del complejo de Edipo, de la relación con el padre. Conforme a esta
teoría hemos de suponer que el abandono de la religión se cumplirá con toda la
inexorable fatalidad de un proceso del crecimiento y que en la actualidad nos
encontramos ya dentro de esta fase de la evolución”. Con razón, Onfray
afirma que “el ateísmo es salud mental recuperada”…
ATEO
GRACIAS A DIOS
Como buen ateo, me he interesado por la religión.
Puede parecer paradójico, pero no lo es. De hecho, creo que como mejor se llega
al ateísmo es a través de la religión. Bien, porque se ha tenido una profunda fe
en Dios y luego, ante su eterno silencio, se llega a la decepción más absoluta y
se acaba negando su existencia (no es mi caso); o bien, porque se ha estudiado
en profundidad el fenómeno religioso, analizando su origen desde bases
psicológicas, filosóficas y antropológicas, y no queda cabida para la fe y sí en
cambio para la increencia (es mi caso). Quien se acerca a la religión desde un
punto de vista intelectual, estudiando por ejemplo el origen del cristianismo
(repleto de falacias), la fenomenología mística (más cercana a lo psiquiátrico
que a lo espiritual), la historia de la Iglesia (una historia criminal, como
puntualiza el historiador Karlheinz Deschner[19]) y el pensamiento teológico (mitológico más bien), es
normal que la fe o el convencimiento que pueda depositarse en un Ser Supremo que
hemos bautizado con el nombre de “Dios” se pierda por el camino. A muchos les
cuesta reconocer que la fe no es un don divino, sino una herencia cultural. A mí
en cambio no. Sin embargo, al ateísmo no es fácil llegar. Yo he permanecido
muchísimos años en el agnosticismo, en una constante duda sobre la existencia de
un Creador, sin dar ese crucial paso al ateísmo, porque me faltaba profundizar
más en la cuestión. Necesitaba aislarme para revisar a fondo mis ideas y
creencias adquiridas e ir a las raices del problema. El ateísmo, qué duda cabe,
es fruto de profundas reflexiones filosóficas. Examinando los fundamentos
teológicos, la fenomenología religiosa, el surgimiento del animismo en los
pueblos primitivos[20], el lento proceso del ritual al mito, los sistemas
politeístas y monoteístas, etc., es como puede llegarse al ateísmo con plena
solidez. “Sensibilidad, inteligencia e información -que sólo
suministra un cierto nivel de cultura-, más una voluntad de discernimiento
veritativo por encima de los prejuicios y preconceptos heredados, son el motor
capaz de liberarnos de la atadura de la fe”, subraya Puente Ojea, que
considera el ateísmo como el más noble esfuerzo de la razón. Sin duda, requiere,
además de un gran ejercicio intelectual, mucha más interiorización que la fe,
que tanto se vulgarizó desde que se inventaron los templos para compartir las
creencias con otros. Y es que la fe se alimenta del contacto entre creyentes, y
cuántos más mejor (“si otros creen las mismas cosas absurdas que yo, seguro
que no estaré equivocado ¡ni estaré loco!”, dirán). Ya aclara el escritor
Robert M. Pirsig que “cuando una persona sufre espejismos, eso se denomina
locura. Cuando muchas personas sufren espejismos, se denomina
religión”.
La
fe necesita demasiada teatralidad (ya vemos el paroxismo de los feligreses
cuando el sumo pontífice efectúa sus apariciones públicas). El ateísmo, en
cambio, se alimenta del enriquecimiento intelectual, el estudio y la reflexión
personal. El ateo, en el fondo, se toma mucho más en serio la religión que la
persona que se declara religiosa. Y es que el creyente hace contínuos alardes
exhibicionistas de su fe, pero no profundiza en las cuestiones vitales. El
ateísmo, a diferencia de la fe, no necesita de ostentosas escenificaciones
públicas, ni de templos para congregarse, ni de bautismos, ni de comuniones, ni
de confesiones… El ateísmo está libre de salvadores, iluminados y santos padres.
El ateo busca respuestas a sus inquietudes intelectuales, se preocupa por las
cuestiones filosóficas, por el saber científico, por el ser humano, por la
naturaleza, por el aquí y ahora... “Estemos agradecidos por tener una vida,
y abandonemos nuestro vano y presuntuoso deseo de una segunda (…) Somos
tremendamente privilegiados por haber nacido y porque se nos hayan concedido
unas cuántas décadas -antes de morir para siempre- durante las que podamos
comprender, apreciar y disfrutar del universo (…) El mundo sería un lugar mejor
si todos tuviéramos esta actitud positiva ante la vida”, proclama Richard
Dawkins. El ateo no vive esperanzado en imaginarios mundos post-mortem ni
aterrado por severos juicios divinos. Huye de dogmatismos, cuestiona las
creencias que le han inculcado de pequeño y sonríe ante esa pose arrogante que
caracteriza a muchos creyentes, que se sienten tocados por la gracia de Dios
(eso que Puente Ojea llama falacia conativa: “Dios existe porque lo deseo, y
lo deseo porque lo necesito. Luego, tiene que existir”). El creyente
proclama la paz, pero nunca está en paz consigo mismo ni con los demás. El temor
a pecar, a ser tentado por Satanás y a no cumplir fielmente los preceptos
religiosos, le lleva a vivir en un permanente sentimiento de culpa (dicen
algunos especialistas que la religión aumenta el estrés en vez de disminuirlo).
La religión humilla al hombre, al que considera un miserable pecador, y le
recuerda que a través del sufrimiento purificará su alma. El creyente, reprimido
por una castrante moral religiosa, termina por despreciarse a sí mismo. Y con
esa desazón vivirá siempre. Vemos, pues, lo brutal que puede resultar la
persuasión coercitiva ejercida por las religiones hacia sus adeptos ¡y sin que
éstos apenas se den cuenta!...
Por consiguiente, la fe nos aleja de la
realidad y nos sumerge en las tinieblas de la sinrazón. Ha sido una de las
mayores lacras de la humanidad. Sus terribles secuelas permanecerán mientras el
hombre siga existiendo sobre la faz de la Tierra. A pesar de que los españoles
vivimos, afortunadamente, en una sociedad pluralista y laica, la sombra del
catolicismo sigue estando ahí, acechante, aprovechando cualquier mínima ocasión
para decirnos qué es bueno y qué es malo, qué decisión es la correcta para
llevar una vida cristiana ejemplar y advertirnos que Dios es dueño de nuestros
destinos, castigándonos si no seguimos fielmente los preceptos de la dogmática
Iglesia católica. Estamos viendo cómo sus mandatarios no soportan las libertades
que hemos conseguido con sudor después de cuarenta años de férreo
nacional-catolicismo[21]. No soportan que pensemos por nuestra cuenta y riesgo.
No soportan que dejemos de asistir a sus templos para escuchar sus aburridos
sermones e hincarnos de rodilla ante la imagen de un Cristo crucificado y
agonizante -nótese la fijación patológica del cristianismo por la sangre y la
muerte-. No soportan que muchos caminemos sin que ellos nos tengan que marcar el
rumbo. No soportan que en cuestiones de ética sexual nadie les haga caso. Y no
soportan que hayamos perdido el temor a Dios o que nos atrevamos a negar su
existencia. Un Dios, dicho sea de paso, vengativo y justiciero, inventado para
mantener a la grey amedrentada y dominada bajo un régimen totalitario
(recordemos que el Vaticano -el único estado no democrático de Europa- ha
respaldado a dictadores, no ha firmado la Declaración Universal de los
Derechos Humanos y sigue aceptando, como podemos leer en el
Catecismo, la pena de muerte para casos concretos). Ya sostenía
Nietzsche en El Anticristo que “en buena medida, ser cristiano
equivale a ser cruel respecto a uno mismo y a los demás, odiar a quienes piensan
de forma diferente, y un afán de perseguir (…) Ser cristiano implica odiar la
inteligencia, el orgullo, la valentía, la libertad, el libertinaje del espíritu;
odiar los sentidos, el gozo sensual, el placer en cuanto tal”… Por tal
motivo, Ratzinger -ese canalla inquisidor que tanto ansiaba ser pontífice hasta
que lo consiguió- dice que “la Iglesia no entiende de diálogo ni de
tolerancia, sino de convicciones” o que “fuera de la Iglesia no hay
salvación”, llamando a sus obispos a la lucha ideológica contra el
pluralismo moral[22]. Hoy ya no se acuerda del Concilio Vaticano II, que lo
vivió tan de cerca, pero sí del Concilio de Trento, a pesar de que le pilla muy
lejano en el tiempo. El filósofo Spinoza lo dijo claramente en su Tratado
teológico-político[23]: “La religión no se reduce a la caridad, sino a
difundir discordias entre los hombres y a propagar el odio más funesto, que
disimulan con el falso nombre de celo divino y de fervor
ardiente”.
El creyente afirma a Dios y niega el mundo. El ateo invierte los
términos y se libera de las ataduras religiosas. Abandona su esclavitud mental
(la fe) y recobra la libertad, optando por vivir en un mundo tolerante,
progresista y pluralista, donde el fanatismo religioso no puede tener cabida
porque impone, prohibe, amenaza y condena. El ateo descubre que puede caminar
por sí mismo, observando que el mundo resulta tremendamente interesante en su
simplicidad, sin un Dios que lo gobierne. “Desde que soy ateo, tengo la
sensación de que vivo mejor: más lúcidamente, más libremente, más
intensamente”, declara el filósofo André Comte-Sponville[24]. El mundo nunca es observado en todo su esplendor por el
hombre religioso, que vive esperanzado en un paradisíaco mundo trascendente.
Piensa en una supuesta vida tras la muerte, por su férreo deseo de inmortalidad,
y olvida que tiene una vida antes de la muerte que podría aprovecharla
intensamente. Las pretendidas pruebas que a lo largo de la historia ciertos
teólogos han presentado sobre la existencia de Dios (¡argumentos racionales!,
dicen) solo demuestran la necesidad que el hombre tiene de que exista, no su
existencia. De hecho, los creyentes ni siquiera sostienen su fe en Dios sobre
tales argumentos. Creen porque así se lo enseñaron de pequeño y han mantenido
dicha creencia a lo largo de su vida, acomodados a una fe heredada y sin
realizar ninguna reflexión intelectual sobre la
misma.
DECONSTRUIR CREENCIAS
Dios, por tanto, no
puede demostrarse empíricamente, pese a los esfuerzos que algunos teístas se
toman. Desde Hume[25], pero sobre todo desde Nietzsche y Feuerbach, tal
discusión filosófica está más que superada. Ellos sentaron las bases del ateísmo
moderno. La fe, desde un enfoque crítico, no deja de ser un mecanismo
psicológico para sentirnos seguros en un mundo inseguro, para creernos
inmortales en un cuerpo mortal, para consolarnos ante tanto sufrimiento que nos
rodea. ¿Por qué hay personas que actúan con un criterio razonable en ciertas
cuestiones de la vida y en materia religiosa actúan tan irracionalmente sin
pararse a examinar las bases en las que apoyan su fe? ¿Será porque las creencias
religiosas les sirven para afrontar sus angustias y miedos más profundos?...
Existen, sin duda, fuertes motivaciones emocionales detrás de la fe religiosa,
además de la necesidad de dar un sentido trascendente a la existencia. Las
personas creyentes suelen ser muy vulnerables emocionalmente. Y se dejan seducir
con facilidad por el ilusorio mundo de la religión. Prefieren una maravillosa
explicación sobrenatural a una prosaica explicación científica. La primera le
reconforta, aunque sea falaz. “Fe equivale a no querer saber la
verdad”, afirmaba Nietzsche. Si el creyente se cura de una grave enfermedad
o se salva de un terrible accidente, lo atribuirá a una intervención
sobrenatural. Utilizar el comodín de Dios siempre resultará más reconfortante.
Lo vimos en el accidente aéreo de Barajas. Una de las escasas supervivientes
dijo que Dios la había salvado de morir. Y yo me pregunto: Si Dios tuvo el poder
de intervenir ¿porqué no salvó a todos? ¿acaso seleccionó a unos y a otros no?
¿Por qué los milagros siempre benefician a unos pocos? Estamos hablando de una
tragedia en la que, por desgracia, murieron muchos niños. Esa mujer que salvó su
vida, antes de pronunciar esas desafortunadas palabras, debería haber pensado en
las 154 víctimas que también iban en el avión y no fueron salvadas por ese Dios
misericordioso al que ella se encomienda. ¡Con qué facilidad y conveniencia el
creyente pronuncia la palabra “milagro”! Ya argumentaba Hume que “ningún
testimonio es suficiente para establecer un milagro, a menos que el testimonio
sea de una clase tal que su falsedad sea más milagrosa que el hecho que se está
tratando de comprobar”…
De sobra sabemos que el conocimiento científico se basa en
evidencias. La fe no las necesita. Esa es la gran diferencia. Pero lo cierto es
que el conocimiento científico sí ha contribuido al progreso de la humanidad,
mientras que la fe no. Cuando una sociedad está bajo el dominio absoluto de la
religión, no avanza nada. Se vuelve pasiva. No tiene que descubrir nada porque
ya todo está dicho a través de la revelación sobrenatural. La verdad ya fue
revelada a los profetas. Dios transmitió sus leyes y hemos de acatarlas. Si no
seguimos los preceptos divinos, nos condenamos. Ese pensamiento irracional lo
estamos viendo hoy día en las sociedades islámicas. La cultura laica y
científica no encuentra cabida en una sociedad donde impera la intolerancia
religiosa. Desgraciadamente, la razón aún tiene muchos enemigos, como se encarga
de demostrarnos Richard Dawkins. Para este científico, que ha sufrido serias
amenazas de algunos fundamentalistas cristianos, “ser ateo es una aspiración
realista y, además, valiente y espléndida (…) Ser ateo no es, en absoluto, algo
de lo que avergonzarse. Muy al contrario, para alguien ateo es algo de lo que
estar orgulloso y llevar la cabeza muy alta el hecho de que, casi siempre,
indica una sana independencia mental e, incluso, una mente sana”. Estoy
totalmente de acuerdo. ¿Por qué el ateo debería avergonzarse por admitir
racionalmente que no existe más realidad que la que vemos y que el más allá que
nos prometen las religiones es pura falacia? ¿No debería ser al revés? Debería
avergonzar la credulidad, el fanatismo, la superstición y la esperanza
salvífica. El creyente no tiene que reprochar nada al ateo, sino al Dios en el
que cree, por haber hecho un mundo tan imperfecto e idear algo tan horrible como
la condena al infierno eterno para el pecador. ¿Dónde está su misericordia
divina? ¿Ese es el sentido que tiene la existencia: obedecer y seguir un camino
que alguien determinó para salvar nuestra alma?... Si el creyente se parase a
reflexionar un poco sobre sus creencias, se sonrojaría.
En ese sentido,
me llamó la atención que la jerarquía eclesiástica se escandalizara con las
mentiras vertidas en El Código Da Vinci y no reaccionara de la misma
manera respecto a las abundantes mentiras recogidas en los Evangelios.
El contenido de éstos es mucho más ficticio que la obra de Dan Brown, que ya es
decir. Si queremos ser objetivos, escandalicémonos por todas las exageraciones
que desde hace dos mil años se vienen contando sobre los milagros y la
resurrección de Jesús, cuya existencia histórica yo la pongo en duda. Claro que
no hemos de dar por cierto lo que nos cuenta El Código Da Vinci, pero
tampoco lo que nos cuenta la Biblia, repleta de errores, falsedades e
interpolaciones. Al menos, el primero se vende como novela, pero el segundo como
palabra de Dios. ¿Qué libro es más deshonesto
entonces?...
AUSENCIA DE EVIDENCIAS
La ciencia
busca verdades básicas para construir una imagen veraz del mundo. No defiende
verdades absolutas como hace la religión. La ciencia se fundamenta en evidencias
para establecer modelos teóricos plausibles. La religión se basa en la fe para
aceptar supuestas “realidades” metafísicas y fenómenos presuntamente
sobrenaturales. Por tanto, no estamos negando porque sí la existencia de un “más
allá”, sino admitiendo que las evidencias presentadas hasta el momento carecen
de toda validez[26]. No existen pruebas de que la vida continúe después de
la muerte, aún así mucha gente seguirá aferrándose a esa idea porque es
consoladora. Esas personas no admiten que un día desapareceremos para siempre.
Prefieren creer algo tan fantástico como que venimos al mundo provistos de un
alma incorruptible que vivirá eternamente (una idea residual del animismo
primitivo). Russell sentenció: “Creo que cuando me muera me pudriré, y nada
de mi yo sobrevivirá”. Suscribo plenamente sus palabras.
Ahora bien, hay personas que afirman ver a Dios, a Jesús, a la
Virgen, que mantienen contacto con espíritus, que han viajado astralmente a
planos invisibles… Para ellos, sus experiencias personales son pruebas
irrefutables de la existencia de un mundo espiritual. Y como tales las
presentan. He tenido la oportunidad de conocer y entrevistar a muchos de estos
individuos. Y percibo que están totalmente convencidos de lo que cuentan y no
mienten deliberadamente. Pero deben comprender que muchos de nosotros no
compartamos sus explicaciones trascendentalistas. Sus experiencias hay que
abordarlas desde la psicología o, más bien, desde la neurología[27]. Por tanto, en la compleja mente humana se halla la
respuesta a todas esas percepciones subjetivas, no en presuntos “reinos
celestiales”. Si atribuimos a causas sobrenaturales fenómenos que todavía no
comprendemos, estamos actuando igual que los primitivos cuando atribuían a
causas sobrenaturales fenómenos que no comprendían, y que hoy caen plenamente en
el terreno científico. La aparición del arco iris en el cielo era un signo
sobrenatural para aquellas culturas ancestrales. Hoy nos reímos de esa
explicación. Pensemos que mañana serán otros los que se rían de muchas de las
creencias que compartimos hoy.
Así pues, conforme avanza el saber
científico, las fabulaciones religiosas pierden terreno. El conocimiento que en
los últimos decenios se ha adquirido sobre el universo y el cerebro humano -a
través de la cosmología y la neurociencia respectivamente-, conduce de forma
inevitable al descrédito de los postulados religiosos que defienden la
existencia del alma humana y de un mundo espiritual más allá del plano físico.
Ahí están todavía los creacionistas sin saber donde colocar a Dios.
Continuamente lo cambian de sitio. “Los creacionistas adoran los ‘huecos’ en
el registro fósil”, afirma Dawkins. En su ignorancia, usan el comodín de
Dios para intentar explicar aquello que no entienden o que por el momento no se
comprende. Por eso, muchos de esos creacionistas, con la soberbia que les
caracteriza, califican el darwinismo de teoría diabólica. Es la única salida que
les queda, en vista de sus fracasados argumentos. Asimismo, produce risa -o no
sé si estupor- escuchar a Benedicto XVI decir que la teoría de la evolución es
irracional[28]. ¿Acaso es más racional creer en un Dios del que no
existe la menor evidencia? ¿Será que a la Iglesia la palabra “evolución” le
queda muy lejos? ¡El cinismo del jefe supremo de la multinacional vaticana sí
que es infinito!...
En definitiva, la creencia en Dios
está perdiendo fuerza en la sociedad actual. No cumple con las expectativas del
hombre moderno, enfrentado a tantos problemas que debe solucionar por sí mismo y
además apresuradamente. No hay tiempo para casi nada. Y menos para pensar en un
Dios que se niega a echarnos una mano. ¿De qué sirve reclamar ayudas celestiales
que ni siquieran llegan para aquellos pueblos que viven por y para sus dioses?
¿Qué respuesta divina reciben los paises de Oriente Medio -donde se concentran
los tres grandes monoteísmos- que tanto invocan el nombre de Dios? ¿Acaso les
van bien las cosas por ser más religiosos que el resto del mundo?... El ateísmo
es el resultado lógico de ese permanente silencio de Dios cuando más se le
necesita, y que lleva a pensar en su inexistencia. Es más, resulta totalmente
incompatible la existencia de un Dios todopoderoso y misericordioso con la
presencia del mal en el mundo, por mucho que los sesudos teólogos intenten
argumentarlo mediante hábiles malabarismos conceptuales. ¿Por qué Dios se
ausenta de los problemas que sufre el hombre? ¿Por qué permite tanto dolor y
sufrimiento?... Ante eso, la fe del hombre de hoy se debilita. Y Dios no hace
nada por evitarlo, ¡porque jamás se ha preocupado de los hombres! ¿Por qué
entonces hay que creer que existe y encima alabarle?... La falta de evidencias
nos empuja ineludiblemente al ateísmo. “Si vivimos en un mundo sin dioses,
es a la cristiandad a quien debemos agradecérselo”, sentencia el politólogo
inglés John Gray. No existen, pues, razones para fundamentar una mínima fe. Si
Dios existiese y actuara así, ajeno a los avatares que por aquí ocurren, es hora
de cuestionar su infinita bondad y tantos superpoderes que se le atribuyen.
“Resulta asombroso que la gente pueda creer que este mundo, con todas las
cosas que hay en él, con todos sus defectos, sea lo mejor que la omnipotencia y
la omnisciencia han logrado producir en millones de años. Yo realmente no puedo
creerlo”, aseguraba Russell.
Dicho en pocas palabras, y ya para concluir, creo que la razón debe
guiar la vida del hombre, no la fe. La razón nos hace seres autónomos y
pensantes. Facilita la convivencia entre los seres humanos y nos devuelve la
libertad que la fe nos privó. No se pierden los valores por dejar la fe a un
lado. Al contrario, se adquieren valores más puros, entre ellos la tolerancia, y
se actúa de forma más comprometida con el mundo, sin pensar en absurdas
recompensas celestiales[29]. La fe ha sido la que nos ha atrofiado y deshumanizado,
no la razón. La fe añadió más dolor a nuestra ya sufriente existencia. Jamás
iluminó al ser humano, desde el momento en que apagó su inteligencia. Tomar las
riendas de nuestro propio destino, avanzar sin apoyarnos en ficticias muletas
religiosas, pensar libremente, cultivar el intelecto y mantener una actitud
crítica y escéptica, es lo único que nos convierte en evolucionados seres
humanos. En cambio, optar por la fe, es conformarnos en vivir como meras
marionetas, perder nuestra libertad de conciencia y dejarnos manipular por unos
fanáticos y megalomaníacos señores supuestamente convencidos de haber sido
designados por Dios para guiar el rebaño humano.
Usted tiene la decisión
de elegir. ¿Está dispuesto a ello?...
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[1] Estudio CIS nº 2763. Barómetro de mayo.
2.472 entrevistas realizadas del 22 al 31 de mayo de 2008.
[2] Art. 18, 2: “El interesado al que se
deniegue, total o parcialmente, el ejercicio de los derechos de oposición,
acceso, rectificación o cancelación, podrá ponerlo en conocimiento de la Agencia
de Protección de Datos o, en su caso, del organismo competente de cada Comunidad
Autónoma, que deberá asegurarse de la procedencia o improcedencia de la
denegación”.
[3] Aunque Juan Pablo II dijo que el infierno
no es un lugar físico, sino un estado de conciencia, su sucesor Benedicto XVI
afirma que sí es un lugar físico y no está vacío. ¿A quién han de creer los
fieles católicos?...
[4] La vida eterna (Edit. Ariel,
2007), pág. 87.
[5] Gonzalo Puente Ojea (Cuba, 1925) es un
destacado pensador ateo. Miembro de la Carrera Diplomática y embajador de España
en la Santa Sede entre 1985 y 1987. Sus textos racionalistas son fundamentales
para profundizar en las falacias de la fe y en la evolución social e histórica
de las creencias religiosas, preferentemente el cristianismo. Entre sus obras
destacan Elogio del ateísmo. Los espejos de una ilusión (1995), El
mito del alma (2000), El mito de Cristo (2000), Ateísmo y
religiosidad. Reflexiones sobre un debate (2001) y Animismo
(2004).
[6] El filósofo alemán Ludwig Feuerbach
(1804-1872) fue uno de los principales teóricos del ateísmo moderno (su
influencia en Marx es notable). Autor de La esencia del cristianismo
(1841) y La esencia de la religión (1845).
[7] Editado en España por Anagrama
(2006).
[8] El eminente filósofo y escritor británico
Bertrand Russell (1872-1970), uno de los pensadores más influyentes del siglo XX
y galardonado con el premio Nobel de Literatura en 1950, tuvo una postura
tremendamente crítica hacia el cristianismo, argumentando que las religiones
-todas falsas en su opinión- se fundamentan principalmente en el miedo y no se
diferencian en absoluto de las supersticiones. Su contribución al racionalismo
fue enorme. Recomiendo leer Por qué no soy cristiano y otros ensayos
(Edhasa, 2006), un formidable compendio de sus trabajos sobre la
religión.
[9] Estado de la cuestión de Dios
(Espasa-Calpe, 1976), pág. 24.
[10] Recordemos que desde 1870 es dogma la
infalibilidad pontificia. La ocurrencia fue del arrogante Pío IX, quien a través
del controvertido documento Syllabus, condenó enérgicamente la libertad
de pensamiento, el progreso y el liberalismo (hoy vuelve a hacerlo Benedicto
XVI).
[11] En palabras del filósofo alemán Immanuel
Kant (1724-1804), autor de la célebre Crítica de la razón pura, “la
ilustración es la salida del hombre de su minoría de edad. Él mismo es culpable
de ella. La minoría de edad estriba en la incapacidad de servirse del propio
entendimiento, sin la dirección de otro. Uno mismo es culpable de esta minoría
de edad cuando la causa de ella no yace en un defecto de entendimiento, sino en
la falta de decisión y ánimo para servirse con independencia de él, sin la
conducción de otro. ¡Sapere aude! ¡Ten valor de servirte de tu propio
entendimiento! He aquí la divisa de la ilustración” (extracto de
Respuesta a la pregunta: ¿Qué es la Ilustración?, texto publicado en
1784, en la revista alemana Berlinische Monatsschrift).
[12] A pesar de sus intentos por conseguir
respetabilidad científica, los partidarios de la teoría del diseño
inteligente, surgida hace dos décadas en los Estados Unidos, han sido
incapaces de aportar pruebas irrefutables a sus argumentos, que siempre han
estado basados en el modelo teísta-creacionista y, por tanto, alejados de un
enfoque rigurosamente científico como el que sí persiguen sus rivales, los
defensores del modelo evolucionista. Por consiguiente, la moderna versión
creacionista queda completamente invalidada a nivel científico.
[13] El teólogo James Ussher (1581-1656) se
atrevió a poner fecha exacta: 23 de octubre del año 4004 a.C.
[14] El Index Librorum Prohibitorum et
Expurgatorum (Índice de Libros Prohibidos), es una lista confeccionada en
1559 por la Iglesia Católica -a través de su órgano inquisitorial- donde se
hacía constar aquellos libros contrarios o perniciosos para la fe. Ilustres
filósofos y científicos como Descartes, Copérnico, Kepler, Pascal, Voltaire,
Spinoza, Kant, Hume, etc. vieron sus obras anotadas en dicho Índice, que estuvo
vigente hasta 1966 (fue eliminado por decisión de Pablo VI, tras el Concilio
Vaticano II).
[15] El teólogo suizo Hans Küng (1928),
ordenado sacerdote en 1954, fue sancionado por el Vaticano a causa de su postura
crítica frente al dogmatismo papal. Siempre mantuvo una actitud enfrentada hacia
Juan Pablo II a quien calificaba de autoritario, siendo retirado de sus
funciones docentes. Este brillante intelectual es doctor en Filosofía y
catedrático emérito de Teología en la Universidad de Tubinga. Es presidente de
la “Fundación Ética Mundial” y autor de obras tan imprescindibles como Ser
cristiano (1974), La Iglesia Católica (2002) o ¿Existe
Dios? (2005).
[16] Existen mecanismos genéticos que nos
impulsan a ser altruístas con nuestros semejantes, cualidad que resulta muy
ventajosa en el proceso evolutivo de cualquier especie, no sólo la
humana.
[17] El británico Richard Dawkins (1941),
destacado biólogo evolucionista y uno de los principales aladides del movimiento
ateísta, es autor de una extraordinaria obra titulada El Espejismo de
Dios (Espasa Calpe, 2007), en la que aborda magistralmente la lucha del
pensamiento escéptico frente a la irracionalidad y los peligros de la
fe.
[18] Publicado en 2008 por la editorial Temas
de Hoy.
[19] El alemán Karlheinz Deschner (1924) es
licenciado en Historia, Psicología y Teología. Doctor en Filología alemana,
Filosofía e Historia. Su gran erudición en materia teológica y sus amplios
conocimientos sobre los trasfondos históricos del cristianismo, le llevaron a
acometer una monumental obra: Historia Criminal del Cristianismo,
iniciada en 1970 y con nueve tomos publicados hasta el momento (están previstos
doce en total). Probablemente, es el mayor enemigo intelectual que ha tenido
Roma en el siglo XX. No en vano, fue considerado por el historiador Wolfgang
Stegmüller como “el crítico de la iglesia más importante de nuestro
siglo”. Además de su herética enciclopedia, es de destacar obras como
Historia sexual del Cristianismo (1974), Opus Diaboli (1987),
Con Dios y con el Führer (1988) y El Credo Falsificado
(1989).
[20] La teoría animista fue brillantemente
desarrollada por el antropólogo inglés Edward Burnett Tylor (1832-1917), para
explicar el origen del sentimiento religioso en los pueblos primitivos. Léase su
obra Primitive Culture.
[21] Para conocer con rigor el papel que jugó
la Iglesia Católica durante la dictadura franquista, recomiendo la documentada
obra La Iglesia de Franco, del historiador Julián Casanova (Edit. Temas
de Hoy, 2001).
[22] Léase su encíclica Spe Salvi,
claro ejemplo de integrismo católico.
[23] El Tractatus teologico-politicus
fue publicado por primera vez en 1670. Su autor, Baruch Spinoza (1632-1677), no
puede ser calificado de ateo (rechazaba la idea de un Dios personal pero era
panteísta), sin embargo, fue uno de los mayores filósofos racionalistas de su
tiempo y mantuvo una postura sumamente crítica con la religión y el
clero.
[24] El filósofo francés André Comte-Sponville
(1952), distingue entre religión y espiritualidad, asegurando que es posible
desde el ateísmo llevar una vida espiritual y de amor al prójimo. Sería una
especie de 'espiritualidad laica'. “La espiritualidad es demasiado
importante para dejarla en manos de los fundamentalismos”,
señala.
[25] El filósofo escocés David Hume (1711-1776)
fue uno de los pensadores escépticos más destacados de la Ilustración. Mantuvo
una postura agnóstica ante la idea de Dios. Luchó contra el fanatismo religioso
y los absurdos argumentos teleológicos, como apreciamos en sus obras Tratado
de la naturaleza humana (1739), Historia natural de la religión
(1755) y Diálogos sobre la religión natural (publicada póstumamente en
1779).
[26] No sólo las evidencias referidas desde el
ámbito de la fe religiosa, sino también desde el espiritismo o la parapsicología
trascendentalista. La mediumnidad, las experiencias extracorpóreas (EEC) y las
experiencias cercanas a la muerte (ECM), por muy extrañas que nos parezcan, no
prueban la existencia del alma ni de un “más allá”. El estudio en profundidad de
la conciencia humana nos permitirá plantear algún día una explicación
fundamentada en razonamientos neurofísicos para determinar la naturaleza de
dichas experiencias que, por el momento, consideramos anómalas.
[27] Según el neurofisiólogo Michael Persinger,
de la Laurentian University (Canadá), la epilepsia del lóbulo temporal está
detrás de tales visiones alucinatorias. En su laboratorio, ha estimulado
eléctricamente esa zona cerebral en numerosos voluntarios, consiguiendo que
tuvieran experiencias de tipo místico y visiones de seres sobrenaturales. En
este sentido, se están haciendo avances muy significativos. Por otro lado, la
moderna Neuroteología (neurociencia de la espiritualidad), trata de
identificar las estructuras cerebrales vinculadas con la experiencia religiosa.
Algunos científicos, como Andrew Newberg, estudian los cerebros de monjes orando
y meditando profundamente. En esos estados aumenta la actividad en las áreas
frontales y en el sistema límbico (asociados a la concentración y las emociones,
respectivamente), mientras que los lóbulos parietales se desactivan, reduciendo
el sentido del yo y aumentando la sensación de unión con la totalidad. Saber por
qué la fe y tales experiencias se manifiestan en unas personas y no en otras, es
uno de los principales objetivos de la citada disciplina.
[28] Manifestaciones efectuadas ante
estudiantes y profesores en el Auditorio Maximum de la Universidad de Regensburg
(Ratisbona, Alemania), el 12 de septiembre de 2006. Otra de las perlas que allí
dijo fue que “el ateísmo nace del miedo a Dios”. Sobran
comentarios.
[29] En contraposición al teocentrismo, tenemos
el Humanismo Secular, que desplaza a Dios, rechaza todo dogma religioso
e incorpora valores laicos para que el hombre viva dignamente y con plena
libertad de pensamiento y conciencia. Consúltese el “Manifiesto Humanista
2000”, redactado por el filósofo racionalista Paul Kurtz.